La utilidad de las casualidades

Este verano me he bautizado de gallega. El agua de ese mar debía estar a la temperatura del barreño que Lady Gaga paseó por Instagram estos días.

Cuando eres del Mediterráneo y has vivido en aguas caribeñas durante un tiempo, lo de sumergirte en cuchillas, salir viva y con la razón en su sitio es para sentirse orgullosa. Como la Gaga en el barreño.

Antes de la vida miamense nunca había conocido a nadie de Galicia, pero las casualidades hicieron que me cruzara con nada más y nada menos que cuatro gallegos de pura cepa. Y de golpe.

Durante esos años, sabía las cuatro provincias de esa comunidad pero poco del talante único de esa parte de la península ibérica. Y de eso, pasé a compartir clases de inglés con la que se convertiría en una de las personas importantes para forever, tener encuentros familiares con una pareja que sería familia a partir de entonces y organizar alguna barbacoa y charlas sobre periodismo y temas varios con otro de los gallegos prestados a Miami durante un tiempo.

Justo en mis recientes días de estreno gallego, admirando a los nacidos ahí con la fuerza de los mares, me dio por pensar en lo útil que son las cosas efímeras y, muchas veces, casuales. Como en esa mísera semana de vacaciones me propuse conectar solo con mi cerebro y los cinco sentidos, no llevaba ni las gafas encima, así que esa reflexión pasó al bloc de notas del teléfono dictada como un telegrama:

Personas de arena. Las que dejan una huella como cuando pisas por la playa. Ellas no lo saben. No son trascendentes en ese momento. Solo te fijas en la huella de la arena. Y tú no sabes lo trascendente de ese intrascendente momento, lo averiguas después, cuando la vida te ordena de nuevo. Cuando esa conversación se ha convertido en arena pero te has tatuado lo que aprendiste de ese momento.

Esta idea, nada novedosa por otra parte, me vino a la cabeza mientras estaba haciendo meditación exprés para zambullirme en la playa de San Vicente do Grove aparentando ser gallega. Me acordé de una cena en Miami donde ya conocía a gente pero me presentaron a una chica recién llegada. Servidora llevaba uno o dos meses allí (tampoco era para tirar cohetes), pero ya había dado tiempo a pasar el escáner por la fauna y flora y llegado a algunas conclusiones que compartimos en la cena. Tiempo después de haber olvidado aquel día, la chica me escribía por WhatsApp hablándome justo de ese momento.

Y de ese recuerdo, mi cerebro que va por libre, fue saltando a otros. Y me pareció curioso lo importante que puede llegar a ser un momento sin importancia con el paso del tiempo. Sobre todo, cuando estás en pleno momento resiliente XXL. Cuando tu día a día se basa en llegar cuerda a la hora de dormir.

Pensando en eso y pasando de puntillas por lo que se cuece en Twitter, detecto lo encrespada (sí, encrespada) que está la ciudadanía y lo bonito que sería que la gente deje de dar por culo y se centre en el avistamiento de momentos casuales que te pueden aportar algo positivo.

Justo hoy en una charleta telefónica sin ningún objetivo con una de mis amigas (eso que creo que escasea: llamar por llamar), me dice: «tienes que ver el documental de Joan Didion en Netflix«. Por supuesto, en cerocoma ya tenía el trasero en el sofá. Y descubrir los recovecos de esa mujer ha sido lo más impresionante de esta semana y nos ha dado una tarde de intercambio de audios y más llamadas sin objetivo.

Volveré por aquí a hablar exclusivamente de Didion, pero sin ánimo de hacer spoiler, dejo un párrafo cortito de su libro Blue Nights que voy a comprar como un rayo. Para entenderlo y saber más, hay que ver el documental.

«Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre), uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido». Blue Nights

Así es como se llega a algunos libros. Así se llega a restar mierdas y a sumar en general, encadenando casualidades. Momentos de arena.

Y vuelvo ahora al estado de resiliencia y talante único gallego con este fragmento del libro «Literatura infiel» de Ricardo F. Colmenero. Otro descubrimiento sin precedentes, junto a mis amigos gallegos.

«Las madres gallegas retransmiten los incendios como las borrascas y los entierros, recordando que no somos nadie frente a la atmósfera«.

«Las abuelas gallegas lo observan a uno desde una frase de Goethe: Prefiero la injusticia al desorden. A veces una suelta: ‘Hoy me vienen a comer treinta y siete’, y se descojona. Y lo que para uno supondría tener que pedirse una excedencia, para ella es solo una mirada desdeñosa al reloj como para recordarle al tiempo que, de momento, es un prisionero de su muñeca (…). No son abuelas, son Patrimonio de la Humanidad«.

Pues eso. Viva Galicia. Y los ratos de arena.

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