Permaneceremos en los libros que vivimos

A dos calles de mi casa en Coral Gables, estaba Prado. Una especie de rambla con poco pavimento y selva por encima de las posibilidades de cualquiera.

Algunas tardes, sonaba el pitido de WhatsApp y mis veciamigas Ana, Geno y servidora, ya sabíamos que era la señal de un posible cierre de día fuera de agenda.

Era la alarma del remordimiento fitness. Así que, despotricando de los planes urbanísticos miamenses que no contemplaron las aceras, nos lanzábamos a dar vueltas por Prado como perseguidas por un T-Rex y como forma de aprovechar la excepción de toda regla.

Porque esa rambla, además de hierbajos XXL, tenía una bonita acera circular que nos daba el motivo para acabar la jornada con la obligación de los diez mil pasos cumplida, y el bonus track de unas cuantas charlas y carcajadas.

Justamente en Prado me topé con otro de mis momentos de la mejor afición del mundo: engancharse a esas pequeñas historias sin importancia. Esas que pasan desapercibidas, pero que se encadenan a otras y son capaces hasta de darte un porqué tiempo después.

Había una casa junto a Prado con un banco precioso colgado de un árbol. Un banco que su dueña, Mary M. Young, se encargaba de mantener vivo para aquellos que, como nosotras, pasaban por ahí de casualidad.

El banco mutaba. Algunos días, Mary M. dejaba marcapáginas donde compartía las diez cosas que había aprendido de su padre. Otros, eran las treinta cosas que debes doing for yourself.

Y otros, su banco simplemente te invitaba a mirarlo.

El tema es que Mary M. Young dejaba trocitos de su existencia a las puertas de su casa. Podríamos decir que Mary M. Young estaba haciéndose un Instagram analógico. Pero un Instagram de los sanos, de esos a manos de gente a la que le importa una mierda si alguien se fija o no. Simplemente de una señora altruista aficionada a dejar en su banco las cosas que han sido importantes para ella.

Yo tengo una afición lejanamente parecida desde hace bastantes años. Dejo cápsulas del tiempo en la primera página de los libros que leo. Una especie de testamento de «días irrelevantes, enterrados en masa en lugar desconocido, sin ninguna lápida y ninguna inscripción, donde están revueltos los cadáveres de los miércoles de los domingos, los marzos y los octubres«, como decía Jacobo Bergareche en «Estaciones de regreso».

Porque de los días memorables solemos acordarnos, pero ¿qué pasa con el 90% de la vida? Yo voy cogiendo retales de ese 90% y los coso a las páginas en blanco que, como los márgenes, son el gran regalazo para los que vivimos bien los libros.

Y ahí, normalmente cuando empiezo la historia o, a veces, cuando la acabo, dejo cual notario lo que ha pasado en esos días o semanas. Cosas que probablemente se irían al cementerio de días invisibles, pero que quizá alguien desentierre en algún momento o, incluso, lo haga yo misma cuando quiera volver. Como cuando te da por patearte las fotos del móvil o rememorar los antepasados en esa especie protegida: los álbumes de fotos (en papel de foto).

Cada libro que pasa por tu vida tiene (al menos) dos almas, la de la persona que eres antes de leerlo y la que conoces después. A mí me gusta sumarle una tercera dimensión, una más superflua, la que deja solo una foto de las pequeñas historias sin importancia.

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